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Antonio de Viladomat se constituyó como uno de los pintores más afamados del Barroco español en el s. XVIII. Encuentra su fuerte en la pintura religiosa que caracterizó casi la totalidad de su producción, dados los condicionantes del encargo en la época, sin embargo, de forma puntual también trabajó registros relacionados con la naturaleza y la pintura de flores, naturalezas muertas y alegorías de las estaciones en los que destacó por sus dotes narrativas, y que son una singularidad en su producción dada la gran cantidad de obra de su producción que no se ha conservado. Su estilo fue admirado por autores como Mengs, quien en su momento le dedicó grandes elogios. La presente obra establece importantes nexos con el estilo y la calidad de la producción de Viladomat, cuyas obras más sobresalientes de cuantas conservamos se consideran el ciclo San Francisco de Asís, que pintó para el antiguo convento franciscano de Barcelona (actualmente conservado en el MNAC), y el del Vía Crucis de la Capilla del Dolors en la basílica de Santa María de Mataró.